Comentario
El territorio mesopotámico se fue poblando con grupos de gentes que se fueron instalando en una afluencia continua durante un largo período de tiempo. Sus procedencias eran muy diversas, pero en los inicios de la época estatal había dos grupos predominantes: los sumerios y los semitas. Se ha pretendido atribuir una presencia más antigua a unos u otros y una mayor responsabilidad en el proceso histórico; sin embargo, en el estado actual del conocimiento es imposible atribuir preeminencia a uno u otro grupo. Sabemos, eso sí, que en el III Milenio hay una mayor concentración sumeria en el extremo meridional de Mesopotamia, mientras que desde Kish hacia el norte el componente semita es casi total. Por otra parte, últimamente se va abandonando una de las preocupaciones con las que comenzaban los libros de historia del Próximo Oriente: el origen de los sumerios. La nueva actitud responde a un planteamiento diferente del problema que afecta no sólo a los sumerios, sino también a otros pueblos que dieron lugar a importantes culturas, entre los que cabría señalar el paradigmático caso de los griegos, o el menos explorado de los iberos. Ahora se tiende a pensar que buscar un origen concreto para un pueblo histórico es una banalidad, pues lo que reconocemos como sumerios, griegos o iberos es el resultado de un proceso de formación en el que intervienen múltiples variables y cuya fisonomía sólo es identificable en su territorio histórico a partir de un momento determinado. En ese sentido es inútil buscar tales realidades culturales antes de que se moldearan y lejos de donde lo hicieron.
En cualquier caso, parece claro que las primeras comunidades que se asentaron en suelo mesopotámico eran ya productoras y sus conocimientos agrícolas habían sido obtenidos lejos de las tierras llanas. En la medida en la que lo conocemos, el proceso de domesticación de las plantas había tenido lugar en las laderas del Zagros a partir del octavo milenio y en la región de Palestina quizá un milenio antes, cuando grupos humanos se vieron obligados a mejorar o completar su dieta alimenticia con especies vegetales, cuyos ciclos vitales fueron paulatinamente dominando, lo que los obligó a adquirir una forma de vida sedentaria.
Yarmo, en el Kurdistán, es el hábitat permanente más antiguo hasta ahora conocido. Se trata de una aldea neolítica acerámica que se remonta probablemente a mediados del séptimo milenio. Está compuesta por una veintena de viviendas con planta rectangular, que daban cobijo a unos ciento cincuenta habitantes. Los problemas que aún planteaba la agricultura hacían imposible un establecimiento en las tierras llanas y seguramente por ello los primeros asentamientos en la cuenca del Tigris se harían esperar medio milenio aproximadamente. Algunos yacimientos presentan etapas de recesión e incluso de abandono temporal, como por ejemplo Buqras, expresión evidente de las dificultades del tránsito de la agricultura de secano a la de regadío.
Precisamente será en la Mesopotamia septentrional -la futura Asiria- donde surjan, en los albores del VI Milenio, los primeros poblados neolíticos de las tierras llanas, como por ejemplo Umm Dabaguiyah. Ésta es una pequeña aldea dedicada a una rudimentaria actividad agropecuaria, que requiere una considerable aportación de proteínas procedentes de la caza. No se trata, por tanto, de una comunidad plenamente productiva, pero sus viviendas son de planta rectangular, distribuidas internamente en habitaciones y con almacenes. Todo ello es manifestación de una realidad social diferente a las aldeas con viviendas de planta circular, que continuarán apareciendo en otros yacimientos aún durante mucho tiempo.
Tradicionalmente se venía articulando el proceso de neolitización en la Alta Mesopotamia en tres fases culturales conocidas por sus más importantes o más antiguos yacimientos: Hassuna (ca. 5500/5000), Samarra -contemporánea a la anterior- y Tell Halaf (VI-V Milenios). En la actualidad se mantiene esta segmentación, pero ya no se considera que sean horizontes culturales sucesivos, sino expresiones regionales de culturas sustancialmente contemporáneas.
Al parecer existe una gran continuidad entre Umm Dabaguiyah y Hassuna. Las casas, rectangulares y con varias habitaciones, se levantan ya en torno a un patio central, lo que se convertirá en paradigma de la arquitectura mesopotámica. La agricultura de secano es la base económica de la población; sin embargo, aún se destinan enormes esfuerzos a la caza, por la escasa capacidad ganadera. Una adquisición extraordinaria de esta cultura es la cerámica, cuyo origen parece inspirado en la cestería.
Por lo que respecta a la cultura de Samarra, caracterizada por una cerámica espléndida, parece una manifestación local de la propia cultura de Hasuna, pues se desarrolla en un horizonte cronológico similar. Lo más novedoso que aporta es que su población desarrolla una verdadera agricultura de irrigación, con lo que ello supone de esfuerzo colectivo para el control de las aguas, al tiempo que consigue relegar la caza a una posición secundaria, dada la mejora de la ganadería.
En la cultura de Halaf, podemos distinguir una primera fase de orígenes extramesopotámicos, cuyo yacimiento más típico, Arpachiya, es contemporáneo a Hassuna, y otra más reciente, representada por el asentamiento de Tell Halad que presenta una expansión extraordinaria, según se desprende de la dispersión de sus magnificas cerámicas, que se superponen a las de Hassuna y Samarra. Desde el norte mesopotámico se difunde, remontando los ríos, por las altas tierras de Anatolia oriental, y hacia el oeste llega hasta el Mediterráneo, a la costa de Cilicia e incluso al enclave de Ugarit, cerca de la desembocadura del Orontes. Frente a las restantes culturas del norte mesopotámico, una de las características más sorprendentes de Tell Halaf es el predominio de la casa con planta circular, tipo tholos, con un corredor de acceso, lo que puede ser interpretado como un rasgo de arcaísmo, al igual que el predominio de la agricultura de secano, frente al regadío de Samarra.
Se discute cómo se produjo el final de la cultura de Tell Halaf. Parece predominante la opinión de que hubo violencia, según se desprende de los niveles de destrucción comunes a muchos yacimientos. Esas destrucciones coinciden con la implantación en el norte mesopotámico de la cerámica típica de la primera fase cultural del sur, es decir, del período de El Obeid. Con la unificación cultural que impone El Obeid en toda Mesopotamia, el norte pierde la preponderancia y será en el sur, el país de Súmer, donde se produzcan las transformaciones más espectaculares.
Hasta ahora hemos seguido la secuencia cultural en la Alta Mesopotamia, que corresponde a la Asiria histórica. Sin embargo, la difusión de una facies cultural del sur nos obliga a dirigir nuestra atención hacia Súmer. En el extremo meridional, la cultura sedentaria más antigua que conocemos es la de El Obeid. Sus orígenes, que quizá remonten más allá del 5000, plantean problemas de interpretación, ya que desde los primeros asentamientos está documentada la agricultura de irrigación. Cabe la posibilidad de que ésta se haya logrado tras las experiencias de un período formativo aún no descubierto arqueológicamente. La otra alternativa es que se trate de una cultura formada en el exterior y que se implanta ya desarrollada en la Baja Mesopotamia. Lógicamente los argumentos de ambas soluciones son muy débiles, por lo que resulta casi imposible tomar partido.
El yacimiento más importante de la etapa inicial de esta cultura es Eridu, que en opinión de algunos investigadores constituye una cultura propia y autónoma. En cualquier caso, se extiende entre el 5000 y el 4500, coincidiendo, pues, con la cultura de Tell Halaf en el norte. Uno de los aspectos más destacables del yacimiento de Eridu es la existencia de un templo, reconstruido a lo largo del tiempo hasta diecisiete veces, registro perfecto de las modificaciones en el planteamiento de las relaciones entre el espacio arquitectónico y la sociedad. El recinto más antiguo es de dimensiones pequeñas, posee el aspecto de una vivienda y, aparentemente, los fieles tienen acceso a su interior, situación que irá cambiando paulatinamente.
La fase de Eridu tiene en común con las culturas mencionadas del norte el hecho de que prácticamente no son perceptibles las desigualdades sociales, ya que existe una distribución homogénea del trabajo (en todo caso dividido por razones de sexo o edad) y una redistribución equilibrada de lo producido. La unidad de producción está constituida por la aldea, cuyo territorio de explotación no llega a colisionar con el de las aldeas vecinas. En realidad se encuentran separadas por amplios espacios no cultivados, lo que da idea de la escasa densidad demográfica.
A partir del 4500 se documenta la cultura de El Obeid propiamente dicha, que durará un milenio aproximadamente. Es entonces cuando comienza el trabajo sistemático de canalización, la construcción de edificios públicos, las diferencias en los ajuares funerarios, la especialización laboral y el proceso de ocupación ordenada del territorio, síntomas todos ellos de las importantes modificaciones que tienen lugar en el proceso de producción de los bienes alimenticios y de consumo y en la redistribución de los excedentes generados, que permiten su concentración en el lugar público, el santuario, donde se regula su destino. Pero la propia existencia del santuario significa que se ha despejado un esfuerzo individual y colectivo para expresar una desigualdad: la sumisión de la masa trabajadora a quienes ejercen el control desde el santuario. Éste se convierte en el centro del poder económico y político regido por un sacerdocio probablemente profesional. La interpelación entre las mejoras técnicas en la producción agrícola, la especialización laboral y la concentración de los beneficios obtenidos por la nueva situación en unas pocas manos parece, pues, evidente. Y las consecuencias que de ello se derivan se han establecido, al menos teóricamente, algo más arriba. A mediados del V Milenio Mesopotamia queda culturalmente unificada como consecuencia de la implantación de El Obeid por todo el territorio halafiense, además de Sumer. Durante un milenio se van cimentando las bases de otro desarrollo espectacular que va a cristalizar inicialmente en el sur, ya antes de la mitad del IV Milenio, y que aún tardará en extenderse por el norte. Se trata de la aceleración del proceso de transformación de la aldea en ciudad, es decir, el surgimiento de las formaciones estatales en torno a las antiguas unidades productivas convertidas ahora en centros internamente jerarquizados y con diferenciación funcional.
En cronología absoluta es un periodo que va del 3750/3500 al 2900. Está dividido en dos fases, aunque no se aprecia solución de continuidad entre ellas (a pesar del gran cambio que se observa en la cerámica) ni con respecto a la cultura de El Obeid. El primer período, llamado Uruk -o Warka, siguiendo el nombre moderno - se prolonga hasta 3150/3000; el segundo, definido por el yacimiento de Yemdet Nasr, tiene una duración aproximada de doscientos años. Mientras tanto, el norte mesopotámico está caracterizado por los estratos sucesivos del yacimiento de Yepe Gaura, que en gran medida va a la zaga de los cambios operados en el sur.
En ese lapso de tiempo abarcado por Uruk y Yemdet Nasr se producen espectaculares descubrimientos o inventos, que coinciden cronológicamente porque se dan las condiciones oportunas, pero que al mismo tiempo contribuyen decisivamente a la transformación de la realidad.
Entre los logros más destacables se encuentra el torno de alfarero, que tiene su origen en un desarrollo técnico como consecuencia de la frecuencia de fabricación y que, al mecanizarla, provoca la especialización del artesano a tiempo completo, capaz de generar una producción insospechada (en cantidad y calidad) hasta ese momento y que elimina la tarea de fabricación funcional propia de la economía doméstica. No es más que uno de los hallazgos más significativos, pero otro tanto podríamos decir de la vela, consecuencia de la frecuentación del tráfico fluvial, que permite la observación del movimiento de las masas de aire y su utilización como elemento propulsor. Su uso multiplica las posibilidades de contacto con el exterior, lo que facilita, por ejemplo, la salida de las cerámicas producidas excedentariamente por los alfareros especializados. El arado de tracción animal parece remontar también a esta época, en la que la vieja domesticación de ciertas especies animales y el desarrollo de la metalurgia combinados correctamente facilitaron la mejora del trabajo agrícola con el consiguiente aumento productivo, susceptible de ser empleado para alimentar a los artesanos o para intercambio en el exterior. Desde el punto de vista arquitectónico se observa una evolución continua desde el antiquísimo santuario de Eridu. Pero la erección de los grandes templos de Uruk, en los comienzos del período de Yemdet Nasr, pone de manifiesto la existencia de proyectos previos, con la correspondiente presencia de técnicos en el ámbito, la especialización en distintas ramas de la construcción y de las artes decorativas, y la dedicación de una impresionante mano de obra a un trabajo no productivo, impensable en una economía doméstica. Pero es que, además, ahora los templos se construyen sobre una plataforma, precedente del zigurat, como expresión del distanciamiento entre los hombres y los dioses impuesto por quienes se erigen como mediadores de tales relaciones. Si a todo ello unimos otros desarrollos parciales, en la glíptica, en la escultura, etc., podemos intuir la profundidad de las transformaciones, que alcanzan quizá su punto más sorprendente cuando los encargados de la contabilidad del templo empiecen a utilizar un procedimiento mnemotécnico, con marcas sobre arcilla, que son el origen de la escritura (precisamente en el nivel IV a de Uruk, hacia 3200).
Todo esto, aparentemente desordenado, se integra con precisión en el proceso de consolidación de las estructuras estatales, manifestación de la existencia de clases sociales antagónicas. El grupo dominante impone su ideología como paradigma cultural, lo que provoca la marginación de las formas de pensamiento e interpretación de la realidad de los dominados, que terminan asumiendo como propio el sistema explicativo de aquellos de los que dependen. Estos, a su vez, encuentran en los productos de comercio elementos materiales que permiten exteriorizar las desigualdades y así, mientras unos productos minoritarios se convierten en símbolos de estatus, otros son redistribuidos por el propio grupo dominante, que controla las relaciones de intercambio, con lo que retroalimenta su imagen de protector del bienestar colectivo. Esa es precisamente la ambivalencia de la actividad comercial, que adquiere una dimensión social e ideológica extraordinaria. El aparato del Estado se interesará, pues, en garantizar la fluidez del tráfico comercial, controlándolo con todos los medios disponibles para ello. Esa es la razón por la que proliferan a partir de este momento las colonias comerciales, unidades de hábitat dependientes de los grandes núcleos urbanos. Entre ellas destacan las colonias de Uruk situadas en el valle medio del Éufrates, en la Alta Mesopotamia y en Elam, que nos facilitan tener una idea más exacta de la complejísima organización que habían logrado los Estados protohistóricos del sur mesopotámico. Son precisamente esas colonias las que nos permiten percibir una nueva dimensión en las relaciones centro/periferia, que ya no se circunscriben a la explotación del territorio circundante a la ciudad, sino que hay ciudades capaces de articular unas relaciones espaciales de gran alcance que suponen un orden nuevo de subordinación territorial.